Estudios realizados con exconvictos sobre la base de su comportamiento una vez puestos en libertad, han revelado que éstos, paseando fuera del penal jamás cubren una distancia superior a la que les permitían desarrollar los límites del patio de la prisión donde cumplieron condena.
Es decir, que si el patio tenía una longitud de 300 metros de punta a punta, fuera del cautiverio, en un parque, una calle, etc, al alcanzar esos 300 metros, dejaban de caminar y se daban la vuelta en sentido contrario aunque ningún muro les impidiese seguir avanzando.
La prisión había dejado de existir, pero los hábitos adquiridos a lo largo de años habían levantado en ellos un muro psicológico que les impedía disfrutar de la infinitud que les brindaba el derecho a la libertad.
Así mismo, hay mujeres que han pasado tanto tiempo cumpliendo el papel que las sociedades patriarcales les han asignado, que son incapaces de pensar más allá de sus barreras mentales y ver que esas barreras educacionales no les pertenecen, ni son naturales, ni obedecen a lógica alguna.
Este tipo de mujeres son las peores enemigas del progreso de las de su género. Son las que abrazan actitudes machistas y misóginas que revierten sobre sí mismas, pero también sobre las que luchan por derribarlas en su justa aspiración a la igualdad.
Si convenimos que la educación es la cura contra el fanatismo, y que la diferencia entre el fanático y el ciego, es que el ciego sabe que no ve, corresponde a las mujeres, en primer lugar, invertir los papeles establecidos desde el mismo alumbramiento, para implicar a los hombres en la consecución de sus derechos y hacer un frente común contra las mujeres machistas.
Como muestra, un botón.
Matías Argumánez