Homenaje en los 97 años de su muerte inmortal.
Regresaba triste a la España encarcelada
de mi primera salida al extranjero envidiado:
en cualquier país sería más feliz que en el mío,
podría llenarme los bolsillos de libertades
para derrocharlas sin miedo, pero volvía
porque no encontré un trabajo de mi gusto
que me hubiera permitido exiliarme del fascismo.
Tenía que ser mi patria la condenada,
y yo tenía que volver a ella condenado,
para olvidar el nombre que tanto quería.
La libertad terminaba en la aduana.
Todo era distinto aquí de lo vivido
durante aquellas vacaciones de recuerdo lejano.
Forré con papeles de periódicos
todos los libros que había comprado,
para que no se vieran sus títulos
prohibidos en nuestra inmensa cárcel:
aquí se clasificaba subversivo
lo que era vulgar en el resto del mundo.
Pero España no estaba en el mundo,
se había expulsado ella misma
para así presumir de diferente,
sólo quedó su sombra sobre el mapa,
envolviéndonos en miseria angustiosa.
Yo volvía con pena, abreviada en los libros
aquí desconocidos, comprados para mi refugio
dentro de la pobre patria asfixiada.
Invertí en ellos todos mis ahorros,
porque pensaba doctorarme en socialismo
por mi cuenta, y después enseñar a otros
el conocimiento de la libertad desterrada.
También importaba otro elemento
escandalosamente subversivo y peligroso,
que podía resultarme tan caro como una condena,
el horror de los horrores para los sicarios
que inventaban las leyes según su conveniencia:
una camiseta roja con del retrato de Lenin
que llevaba oculta bajo la vulgar camisa,
dando esperanza a mi pecho acongojado:
algún día lograría lucirla por las calles libres,
cantando a plena voz los derechos humanos,
con el puño cerrado como si apretara una estrella
roja como mi camiseta, como la sangre desbordada
de cuantos la dieron para nuestro rescate,
feliz de haber vivido el tiempo necesario
para ver a la patria muerta y resucitada.
Guardé la camiseta con devoción y lástima,
se quedó en un armario igual que yo esperando
que alguna vez la historia recobrase
la identidad robada por unos traidores
que no eran españoles, ni tan siquiera humanos.
Un día me luciría triunfante por las calles
con la camiseta de Lenin y el puño cerrado en alto.
Tenía que ser así, los imperios se anonadan
por el afán de independencia arraigado en sus vasallos,
y se entroniza la libertad como una diosa
a la que todos rinden culto, pero no sacrificios.
Había pasado mucha espera desde aquel viaje
cuando compré la camiseta con el retrato de Lenin,
y mi pecho se amplió sin yo quererlo,
con los años se aumentan los conocimientos y el peso.
Después de tanto guardarla para presumir un día
no quepo en ella, ya no soy el que fui
por lo que respecta al cuerpo, no a la idea.
Ni tampoco necesito ahora ponerme la camiseta
con el retrato de Lenin estampado,
porque lo llevo en mi corazón como una guía
para aplicar sus enseñanzas revolucionarias.
Arturo del Villar, poeta republicano.